jueves, 26 de diciembre de 2019

Estrategias


Miyamoto Mushashi miró al mensajero. Con un gesto le indicó que hablara luego de señalarle a su adversario el tablero del go. Era su turno.
Su sobrino Saîto fue raptado ―dijo resoplando e inclinándose.
¿Qué quieren? ―preguntó mirando nuevamente el juego, sin inmutarse.
Que vaya a rescatarlo ―respondió en un susurro―. Quieren su vida por la de él.
¿Cuándo y dónde? ―preguntó y crispó la mano en el puño del katana.
Esta noche en el claro del bosque ―dijo, y se apartó un poco al ver el gesto del samuraî.
Ve y diles que iré ―respondió soltando el arma.
El mensajero saludó y partió corriendo. Saîto atrapado por los ninjas, pensó mirando a su oponente a quien saludó ceremoniosamente antes de levantarse. Caminó hasta la arena. Con el dedo dibujó un cuadriculado de siete por siete y puso dos guijarros blancos, uno en la esquina y otro más en la intersección que le seguía. Luego puso en cada cruce cuatro negros acorralándolos. Su adversario lo vio de lejos agachado, mirando el suelo. Él pensó un largo rato, de pronto sonrió y partió a paso calmado a prepararse.
La luna llena iluminaba el bosque. Mushashi caminó hasta ver a Saîto atado a un cerezo con las manos amarradas hacia atrás. Desenfundó el katana y miró con cuidado pero no pudo distinguir a ningún enemigo. Si trataba de desatarlo, debería guardar su arma y los matarían. Eso si podía acercársele sin ser antes rodeado.
Corrió hasta su sobrino y sin dudar le cortó la garganta, y armó la guardia delante de Saîto, quien se desangraba sostenido por sus ataduras. Los ninjas desconcertados salieron de su escondite y lo atacaron. Silbó el katana y Miyamoto le rebaño el cráneo a uno, con el mismo impulso giró y le abrió el vientre a otro, de donde cayeron humeantes los intestinos. Un tercero lo atacó de atrás; Miyamoto se arrodilló y girando le clavó el katana en el abdomen. Con un grito liberó el arma y cortó de abajo hacia arriba en un círculo letal a otro que saltó a su lado con el sable en alto. Se paró, limpió la sangre del katana sacudiéndolo, caminó por el bosque hasta estar seguro de estar solo y envainó de espaldas a un árbol, pidiéndole a los dioses que le hagan comprender a su hermana la muerte de su hijo. Caminó hasta el cerezo, desató el cadáver, lo envolvió con su capa y lo cargó emprendiendo el camino de regreso.

En la arena, bajo la luna, el tablero de siete por siete tenía dibujado otra retícula pegada a la anterior; cinco guijarros habían sido quitados y en lo que era ahora casi el centro quedaba uno, blanco.
Mushasi dejó con cuidado el cuerpo de Saîto en el suelo. Tomó las piedras que yacían al lado del improvisado tablero de go. Cabizbajo las tiró una por una al estanque que le pareció una mancha de sangre negra, tan negra como la derramada en el bosque por el efecto de la luz de la luna, y pensó en el juego que había dejado pendiente; en aquel no podía agrandar el tablero.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Nueva Chachapoya en la Revista "Axxón"

Si bien fue publicado hace ya un tiempo, no lo actualicé en este blog (ni en otro)

El cuento fue publicado aquí:

http://axxon.com.ar/rev/2012/02/nueva-chachapoya-gustavo-a-courault/

Nueva Chachapoya

Estados Unidos – Texas


Ilustración: Pedro Belushi
Bill Carrington terminó de redactar las últimas órdenes y se cercioró de que le llegaran a sus destinatarios en cada rincón del orbe. Se reclinó sobre el sillón de cuero negro y miró el atardecer desde el ventanal de su oficina del piso cincuenta. Él y su imperio tenían todo listo: tanto los búnker como los depósitos estratégicos de combustible, armas y oro. Y sobre todo habían terminado de elaborar el minucioso plan de “defensa preventiva” coordinado con el gobierno federal. Ambos se necesitaban, él a ellos para garantizar el uso de la fuerza, ellos a su compañía para alimentar la maquinaria de guerra en los tiempos por venir. Sí, señor, él era alguien muy decidido, justo lo que los Estados Unidos necesitan, se dijo con satisfacción.
El dolor de su abdomen se hizo insoportable, sacándolo de sus cavilaciones y de su omnipotencia; por un momento fue sólo un hombre enfermo a quien la muerte visitaría en breve. Esa sensación de vulnerabilidad duró muy poco; irritado, tomó el celular y llamó al médico; su calva sudaba a pesar de que el aire acondicionado estaba al máximo.
—Doctor, el analgésico no me ayuda, me duele igual que antes de tomarlo. —La cara era una mueca de rabia. “Justo ahora que logré hacerme de los negocios en Irán y que controlo Medio Oriente”, masculló apretando el puño.
—Señor Carrington, no hay nada más que hacer, debería internarse como le dije —contestó el médico con voz monocorde.
—Mire, usted no entiende nada. No me voy a morir tan fácil, ¿comprende? —dijo golpeando el escritorio con el puño.
El médico al otro lado de la línea esperó pacientemente a que el señor Carrington terminara de gritar; pagaba demasiado bien.
Después de cortar, Bill miró la ciudad que consumía el petróleo con avidez. Sonrió. ¿A cuántos había tenido que comprar en el Congreso? Qué importaba; cada centavo había sido muy bien invertido. Tomó el teléfono interno.
—Shirley, llame a mi chofer.
—Sí, señor Carring…
Bill colgó con brusquedad antes de que Shirley terminara de hablar. Y eso que la había elegido no sólo por sus lindas piernas, sino también por su agradable voz. No esperó y bajó por el ascensor privado. Odió su imagen en el espejo, el cutis amarronado y la extrema delgadez le daban un aspecto cadavérico; de todos modos sacó pecho y se acomodó la ropa.
—Al centro de criogenado, ya —dijo apenas subió a la limusina.
Al llegar bajó con dificultad, sin aceptar ayuda alguna, y caminó por el sendero de grava hasta una puerta de acero inoxidable. No respondió al saludo de los guardias armados. Ingresó su código y dejó que el sistema reconociera su retina. Entró satisfecho. “Si no puedo yo, ¿quién? Mi mausoleo no tiene soldados de terracota ni ríos de mercurio como el del emperador Qinshihuang, pero tiene toda la tecnología que el dinero puede comprar”, pensó.
—Buenas tardes, señor Carrington —dijo inquieto el jefe de operaciones al verlo llegar.
—Buenas tardes, Tom, ¿cuánto falta para que esté todo listo? —Bill quiso sonreír pero el dolor deformó su gesto.
—De una a dos semanas, señor.
—¡No tengo dos semanas! ¡Tengo suerte si no me muero mañana! —explicó con los dientes apretados—. ¿Qué hacen usted y los idiotas que trabajan aquí? ¿Se dedican a robarme el dinero en lugar de trabajar? ¿No les dije que tenían que terminar antes de que me cague muriendo? —agitado, tuvo que sentarse a pesar suyo.
Se enjugó el sudor y volvió a sentirse tan ridículo y miserable como en el ascensor. Maldijo su suerte. Odiaba dar un espectáculo tan lamentable delante de sus empleados.
—Mañana vuelvo y quiero tener mejores noticias, ¿está claro? —dijo por fin, levantándose.
Mientras lo veía irse, Tom pensaba: “Mierda, me esperan varias noches sin dormir. Ojalá te mueras mañana como dijiste, viejo hijo de puta, así te meto el criogenado por el culo”.


Pero el viejo lo visitó e insultó muchas veces más antes de que lo congelaran justo antes de morir y sólo así pudo cobrar sus honorarios, tal como lo estipulaba estrictamente el contrato. Ya no le importaba si era rico, había perdido a su familia y algo de cordura en ese maldito trabajo, sin embargo posó gustoso para las cámaras de televisión frente al domo junto a la última y bella señora Carrington.
—Recién fue sepultado William Carrington III, aquí, en su propio mausoleo de alta tecnología —decía la periodista delante del edificio metálico—. Los médicos no se ponen de acuerdo si este poderoso empresario y senador por Texas estaba realmente muerto cuando lo criogenaron. Ahora es tarde para cualquier verificación, porque con los medios actuales moriría con seguridad si se intentara descongelarlo. Este edificio —la cámara le hizo un primer plano al domo de acero—, que dispone de los más altos niveles de seguridad, está programado para poder abrirse cuando se encuentre una cura a la enfermedad y al problema del descongelamiento. ¿Acaso se tratará de una nueva forma de inmortalidad faraónica? —Se desató una lluvia repentina que dispersó tanto a deudos como a curiosos. La periodista desplegó su paraguas y esperó estoica a que finalizara la grabación bajo la tormenta. —Vamos —le dijo finalmente al camarógrafo—, ni siquiera quedó la viuda.
Tom había corrido hasta su flamante BMW y manejó solo, sin lograr interesar a la viuda Carrington para que lo acompañara hasta su solitaria casa en los suburbios. La lluvia torrencial hizo que entrara a ella con rapidez.
Sacó una botella de cerveza de la heladera y bebió con glotonería, encendió la televisión y se sentó en su sillón favorito. Sonrió satisfecho.
—¡Las Vegas, allá voy! —exclamó exultante cuando recordó su cuenta bancaria, imaginando algunos excesos que iba a cometer en aquel lugar. “Me lo merezco”, pensó casi relamiéndose.


El sillón de Bill Carrington fue rápidamente ocupado por su hijo Fred quien, como primera medida, llamó al Pentágono utilizando un teléfono satelital codificado.
—General, seguro que ya conoce la noticia.
—Así es. ¿Fred, no es así? ¿Usted está a cargo ahora? —respondieron del otro lado de la línea.
—Sólo velando por los intereses de mi padre, legalmente no ha muerto y como socio mayoritario debemos respetar su voluntad —respondió Fred, fingiendo pena.
—Por supuesto, Fred, por supuesto.
—Quiero que me asegure, tal como se le prometió a mi padre, que tendremos bajo nuestro control la costa atlántica de América del Sur y las cuencas petrolíferas de Venezuela en el transcurso de este año.
—Ya desplegamos en Panamá las fuerzas terrestres y la Flota del Atlántico Sur está lista para cualquier contingencia, no voy a discutir nuestras tácticas con usted, como comprenderá —la voz del general se hizo dura— pero estamos dispuestos a hacer volar por los aires a Caracas, Brasilia, São Paulo y Buenos Aires si es necesario. Los tiempos de contemplaciones se terminaron.
—¿Vamos a tener los mismos problemas que tuvimos en Medio Oriente? —preguntó con cierta sorna Fred Carrington.
—Aprendimos, aprendimos —dijo el general y colgó.
Tom no vio a las poderosas lanchas de los Grupos Fluviales de la Marina de su país entrando por el Amazonas y el Orinoco, tampoco vio bombardear São Paulo ni a Caracas tomada a sangre y fuego ante la resistencia tenaz del Ejército Bolivariano. Se enteró del bombardeo preventivo a Buenos Aires una noche en la que llegó sobrio con una joven bailarina a su suite en un hotel en Las Vegas y por un momento encendió el televisor para ver qué pasaba en el mundo.
—Estos terroristas están en todos lados —le dijo a su rubia acompañante.
—Nuestros muchachos se ocuparán de ellos, deja que yo me ocupe de ti —le contestó ella, mientras le desabrochaba el cinturón y le guiñaba un ojo.


Nueva Chachapoya, Año 2258

Oscar Novarro miraba la planicie desde las colinas. El sol iluminaba el campo. La naturaleza había reclamado lo que era suyo y quedaba muy poco de las soberbias rutas y edificaciones que existían allí en el pasado. Oscar estaba orgulloso de poder expandir un poco más la influencia de su Zona Temporalmente Autónoma. Imaginaba el lugar donde estaría el galpón y los campos de cultivo del Tupambaé. Dibujó mentalmente las casas del poblado del Abambaé y calculó cómo fortificar cada punto de acceso. Había mucho por hacer. Sandra Molina le pasó los prismáticos y le señaló las lomas por las que huían seis vehículos artillados.
—Me pregunto de dónde sacarán el combustible esos renegados —dijo ella.
—No lo sé. Pero esta vez se arriesgaron al venir tan al sur —respondió Oscar. Estaba preocupado porque eran un obstáculo para la expansión. Los texanos eran agresivos y persistentes.
Era un hombre de baja estatura y extraños ojos amarillentos, bastante mayor que ella. Pero cuando Sandra lo veía enfundado en su traje mimético, no podía dejar de recordar aquella vez en que ella misma se lo había quitado. “Qué noche”, evocó. Se relamió preguntándose si habría otras noches como esa en un futuro cercano.
—¿Sigues usando ese uniforme, Oscar? ¿Cuánto hace que no hay batallas?
Lo dijo buscando una mirada cómplice, pero Oscar no se dio por enterado.
—La verdad es que hace varios años; pero usarlo me recuerda que no debemos descuidarnos y menos por estos lados —suspiró—. La última vez tuve mucha suerte de que no me mataran, me dejaron algo rengo nomás, je. Mira, allá se ven las ruinas de una ciudad, seguro que buscaban algo —señaló, dándole los prismáticos.
Ella sabía que quizás estuvieran buscando motores de combustión interna o generadores de electricidad, cualquier cosa que pudieran rapiñar, pero estaba más interesada en los relatos siempre emocionantes que Oscar dejaba caer de a poco, como para que sus interlocutores los saborearan.
—Cuéntame, ¿qué sucedió?
—Fue hace unos años, cuando llegamos al norte del Río Bravo, a lo que ahora denominamos Nueva Chachapoya. La gente estaba hambrienta y aún hablaban inglés. Trajimos alimentos, ropas y medicinas desde el Sur pero en un comienzo no los aceptaban; nos miraban torvos. Entre todos había un grupito muy tradicionalista, los que parecían ser los líderes. Esos no se acercaron nunca a nosotros.
—¿Los viejos texanos?
—Así se hacían llamar. Tenían un auto bastante bien conservado en el que habían pintado en el capó esa bandera en forma de “X” que tanto les gusta. Un día, uno de ellos, un tal John, comenzó a colaborar con nosotros y hasta llegamos a darle un celular y una computadora vestible sin acceso a la Red. Una noche recibo una llamada de John. Desesperado, me dice que sus viejos amigos lo tenían secuestrado en el baúl del auto y que lo llevaban al desierto “de paseo”.
—¿Qué hiciste?
—Fui a buscarlo. No me puse el traje mimético, no creía que fuera necesario. Oí el auto mucho antes de verlo con todas las luces apagadas. Cuando las encendieron, me di cuenta de que era una trampa y huí con el cuatriciclo hacia la oscuridad. No sabía que tenían un visor infrarrojo un tanto primitivo y una ballesta, así que habrán apuntaron al bulto de calor dándome en la pierna derecha. Me dejaron tirado y se fueron rugiendo, quemando lastimosamente el precioso combustible. Por suerte vino Pablo a rescatarme, si no hubiera muerto desangrado.
Sandra recordó sus dedos dibujando la cicatriz en el muslo de Oscar, pero aquella noche no era para hacer preguntas. Tampoco las hizo en esta ocasión.
—¿Vas a buscar esos cacharros que viste con el satélite? —dijo, para cambiar de tema.
—Haremos el intento, pero hay una gran zona sin cobertura y si ellos están allí, estamos a ciegas. —Oscar ajustó los prismáticos electrónicos hacia un punto brillante entre las ruinas—. Están en retirada pero no se van a rendir fácilmente —continuó—. Mira aquel domo metálico, mañana habrá que investigarlo.
—¿Cómo sabemos que no tienen celdas de alto rendimiento?
—Al menos estos no, tenían motores diesel.
—Oscar, volvamos a Nueva Chachapoya, tienes mi apoyo como jefa del Consejo para ampliar el Tupambaé hacia esta zona, vino más gente del Sur y se necesitan nuevos recursos.
Subieron al todoterreno de combate y en unas horas llegaron al perímetro de la ciudad a la vera del río, luego de una larga curva flanqueada por castaños, manzanos y arces. Desde la altura y antes de seguir por el mismo camino se veían las casas construidas al costado de montículos y la colorida vegetación de sus amplios jardines.
La tarde bucólica acariciaba los girasoles. Allá, en medio de una arboleda, se veía la central combinada que daba energía al poblado.
—Hasta mañana —saludó Oscar, dejando a Sandra en la entrada de su casa.
Ella lo saludó con la mano y entró a su Abambaé, su espacio personal. Adelante había plantado naranjos y ciruelos y atrás pinos que perfumaban el ambiente. Como no le gustaban demasiado las verduras que venían del Tupambaé tenía su propia huerta. Las hojas de los árboles, las cáscaras de las naranjas y demás desperdicios le daban una modesta cantidad de gas orgánico y abundante compost. Con uno de los tantos grupos en la Red había puesto a punto un sistema para calentar agua con este gas y los intercambiadores de calor solares. La casa se mantenía fresca apoyada en el montículo de tierra y piedra. Se felicitó por haber construido las ventanas de arriba para permitir la salida del aire caliente. Era una buena tarde para hacer dulce de ciruelas, ya había trabajado demasiado para el Tupambaé.
Oscar la había visto caminar despacio hacia el cerco de piedras y volvió a admirarla.“¿No me vas a invitar a entrar? Seguro que andas con otro…”. En vano esperó que se detuviera y se diera vuelta; tuvo que partir silencioso.


Apenas salía el sol cuando Oscar y su hijo Miguel marcharon hacia las ruinas de la ciudad. Cautelosos, exploraron los edificios cubiertos de vegetación por las calles llenas de chatarra y mugre. Las anchas avenidas tenían árboles creciendo de sus grietas y las raíces habían destrozado el cemento, otros crecían atravesando el techo de algunas casas. Los edificios altos que habían sobrevivido eran sólo esqueletos de metal y cemento cubiertos de enredaderas.
—Vamos al domo de acero que vi ayer: allá está —dijo Oscar, señalando a la distancia.
—¿Es necesario que traigas el arma? No hay nadie.
Oscar lo miró, en silencio preparó su pistola automática y miró una vez más si tenía un cargador de repuesto. Luego avanzó hacia el edificio de metal inoxidable detrás de Miguel que se iba abriendo paso entre los arbustos, pisando los yuyos altos y quebrando con la mano las ramas que impedían el paso hasta llegar a una plataforma más o menos limpia con un tablero metálico.
Miguel limpió de hojas y ramas lo que era el panel de acceso. El dispositivo respondió examinando su retina para luego negarle el acceso encendiendo una luz roja. Sonrió, esos pequeños desafíos lo divertían. El panel metálico estaba sellado. Miguel usó una sierra portátil para cortar la tapa y dejar al descubierto la electrónica.
—Padre, mira, es un algoritmo fractal de hace unos doscientos años —dijo, mientras violaba la seguridad y se abría la puerta.
Oscar entró sigiloso apoyando su mano en la cartuchera. La alarma ensordecedora le hizo desenfundar y examinar el lugar apuntando con el arma.
—¡Je!, ya está —dijo Miguel, apagándola para ir atrás de Oscar.
Se encendieron las luces e iluminaron un cilindro que lentamente adoptó la posición horizontal.
—Un termo de criogenado —dedujo Miguel—. ¿Tendrá a alguien vivo adentro?
Un monitor se encendió y en letras ambarinas se leía:
I am William Carrington III. I am in suspend-life mode now. I will pay big money if you help me with the reanimation and health process. Thank you.
Y en un recuadro se veían tres opciones:
I don’t know anything about reanimation process – Call for help.
I know about reanimation process – Start it.
Stop all the processes.
—Ya sabemos quién es, abrámoslo —se apuró Miguel
—No, vayamos al Consejo y decidamos allí entre todos… —Oscar hizo un gesto de silencio.
Había escuchado el inconfundible sonido de un motor a explosión, se puso el casco y activó el uniforme mimético antes de salir. Vio una camioneta reformada con algunas ametralladoras asomando sobre el techo. Apuntó con la mira láser al radiador y disparó varias veces. El vehículo se detuvo en una nube de vapor, salieron dos milicianos y se encaminaron hacia donde estaba Oscar, uno de ellos portaba un lanzallamas hecho con un matafuego. Oscar se quedó inmóvil detrás de los escombros de una pared, mimetizado.
—¡Te voy a achicharrar, nos baleaste el auto! —gritaba el del lanzallamas, barriendo con el líquido encendido todo lo que tenía por delante—. ¡No te vas a escapar! ¡Vi desde dónde tiraste!
—Miguel, ¿dónde estás? —dijo Oscar en voz muy baja por la radio.
—Estoy entrando con el todoterreno al domo, ¡ven ya!
Oscar corrió agazapado, apenas visible. Cuando estuvo a resguardo, Miguel cerró la puerta acorazada detrás de él.
—¿Por qué le tiraste al auto? —gritó.
—Venían directamente para el edificio. Estoy seguro que nos vigilaban cuando lo abrimos.
—Llama para que los dispersen y nos rescaten, además hay que decidir qué hacer con el señor criogenado.
—¿Quién habrá sido él? —Oscar miró el termo mientras discaba.
—Uno de los culpables de la crisis del siglo XXI, según la información en los discos del cluster.
—Que aún funciona luego de doscientos años. Me impresiona.
—Voy a copiar toda la información a la Red —Miguel castigaba su extraño teclado. Algo encorvado y de cabello desordenado, contrastaba con la actitud alerta de Oscar que caminaba a grandes pasos mientras hablaba.
—Vienen en unas horas, podemos descansar.


Miguel abrió la puerta y entraron el médico-chamán Pablo Nogales, Sandra y dos guardias armados.
—¿Qué pasó con los texanos? —preguntó Oscar apenas los vio.
—No estaban, se arriesgaron a huir con el auto dañado —replicó Sandra. Y agregó, ahora dirigiéndose a todos:
—Pablo convenció al Consejo de reanimar a William Carrington III, él se hará cargo del proceso y ustedes le darán el apoyo necesario, estamos seguros de que podemos aprender mucho.
Pablo, el médico-chamán se ajustó la chaqueta azul. “Me parece que estoy más gordo”, pensó. Caminó pausadamente hacia el recipiente del criogenado, miró el monitor con las instrucciones y sin dudar presionó en I know about reanimation process – Start it. Vio congelarse el vaso Dewar con la humedad ambiente al evaporarse el nitrógeno líquido.
Luego de la primera fase de la reanimación le aplicó los nanobots color verde directamente a la carótida del cuerpo que volvía lentamente a la vida.
Nervioso, se secó las manos en el pantalón. Los rayos T mostraban cómo eran destruidas las células enfermas una por una. El hombre estaba curado.
Carrington despertó por un momento y reconoció el lugar. Vio unas luces lejanas y un dolor lacerante recorrió todo su cuerpo: para él, solo había pasado un segundo y se preguntó qué había fallado. En su campo visual entró una cara morena de ojos curiosos. Luego se volvió a dormir profundamente.
Pablo estaba orgulloso de haber sido elegido por el Consejo para el trabajo. Seguramente habían pesado su conocimiento del inglés y de la medicina. Pensaba en la altura intelectual de Sandra: como excelente médica-chamán podría haber hecho ella misma la reanimación y cura del señor William Carrington. Ella se le aproximó por detrás y observó la pantalla del verificador que sostenía. Pablo la ignoró; le molestaba que miraran por encima de su hombro. Además, temía que notara el esfuerzo que tenía que hacer para mirarla a la cara; estaba usando un buen escote.
—¿Cómo está reaccionando? —preguntó por fin.
—Muy bien, en unas dos horas estará conciente.
—Quiero todos los detalles. ¿Cómo vas a comunicarte con él? —Sandra alzaba el tono para realzar su autoridad.
—En principio, por escrito y en inglés.
—Gracias, nos vemos —dijo Sandra para romper un silencio que se había tornado embarazoso y se fue. Pablo suspiró aliviado. Se dio vuelta para mirarla apenas sintió el sonido de sus tacos yéndose. La voz de Oscar lo sobresaltó:
—Los ojos se te salen de las órbitas —bromeó desde un escritorio donde ahora descansaba el arma.
—Le queda bien el pantalón, ¿no? —respondió él, incómodo. “Y tú la conoces sin nada de ropa”, masculló con envidia.


Carrington abrió los ojos y se palpó el cuerpo. ¡I’m alive!, ¡I’m alive!, el corazón le golpeaba el pecho por la excitación y la alegría. Cuando pudo enfocar bien leyó la pizarra electrónica sostenida por Pablo. How are you?, leyó.
—Fine, I’m fine. Thank you! —respondió con una sonrisa.
Pablo escribió: Nobody speak English here, you must learn Spanish.
—¡Oh! Español… sé un poquito —respondió con un acento horrible pero haciéndose entender.
—¿Sabe en qué año estamos? —preguntó Pablo, pausando las palabras.
—No, not idea.
—Es el año 2258 —escribió en la pizarra 2258 bien grande.
—Me llamo Bill, ¿y usted? —Extendió la mano dubitativo hacia Pablo, estudiando su rostro.
—Pablo, mucho gusto Bill.
—Nice to meet you, Pablo.
Con un gesto, le indicó que le ayudara a salir del tanque. Pablo le dio un poco de ropa para que se vistiera: un ambo color verde y calzado. Bill guardó silencio mirando la punta de sus pies enfundados en extrañas zapatillas nuevas y se preguntó qué otras cosas podían haber cambiado tanto.
Pablo lo hizo sentar en una silla de plástico un poco resquebrajada y examinó sus signos vitales. Encontró anemia, debilidad, extremada delgadez y consternación. “Es comprensible”, pensó. “Una mañana este hombre cerró los ojos a un pasado que desapareció para siempre”.
Sandra y Oscar se le acercaron, mientras Bill miraba el ir y venir de Miguel y a los guardias apostados en la entrada.
—¿Quién es el jefe? —preguntó Bill.
—La jefa soy yo, Sandra Molina —dijo ella, mirándolo fijamente con sus pequeños ojos redondos y negros.
—Nice to meet you, Sandra, soy William Carrington y debemos hablar de negocios —sonrió, mostrando sus dientes de hombre muy rico.
—¿Qué negocios?
—La paga por sus servicios, of course, ¿ellos son sus empleados? —dijo señalando al resto.
—No, somos socios y miembros del Consejo local.
—Sabe, yo era senador por Texas, ¿eso tiene algún valor ahora?
—Ninguno, señor Carrington.
—Bill, por favor ¿puedo llamarla Sandra?
—Por supuesto. Ya conoce a Pablo Nogales pero no a Oscar Novarro. —Sandra hizo señas para que se saludaran.
—Mucho gusto, Bill —Oscar le dio la mano con firmeza.
—Nice to meet you, Oscar.
—Ahora descanse y después hablamos de la paga. ¿Puede ir a vivir a mi casa? —le preguntó Pablo a Sandra—. Así puedo controlar su recuperación.
—Sí, claro, y en cuanto nuestros servicios, Bill, quizás se sorprenda de lo que pediremos por ellos — indicó Sandra.
—¿Valen los dólares americanos? —insistió Bill.
—No, los Estados Unidos no existen más —respondió Oscar quien estaba parado con los brazos cruzados.
—Entonces deberán aceptar oro —dijo, recostándose en la silla como negociando.
Se miraron entre los tres y se alejaron, dejándolo solo.


Pablo llevó a Bill a Nueva Chachapoya en su todoterreno. Las ocho ruedas con motores independientes se adaptaban al suelo; Bill observó la ciudad, sus construcciones de media altura y de calles amplias. Dieron una gran curva por un sendero de grava rodeado de álamos.
Entraron a un galpón; Pablo estacionó el todoterreno y se bajó. Bill se demoró en seguirlo para examinar cuidadosamente el lugar. Una decena de vehículos iguales miraba a Bill, que buscaba con la vista las llaves de encendido, alarma o bloqueo. En el galpón además de los todoterreno había muchos otros tipos de vehículos, máquinas de labranza y herramientas. Pablo no cerró puerta alguna al salir. Bill sintió que Pablo lo tomaba del brazo para guiarlo hacia las casas individuales pasando por un camino en medio del sembrado. El sol caía sobre el horizonte. A lo lejos se encendieron una a una las luces de la ciudad.
—¿No cierras con llave? —le dijo en su acento cerrado.
—¿Llave?
—Para que no entren a robar.
—No, Bill; no robarán el Tupambaé.
—What?
—El Tupambaé, es largo de explicar.
Bill apretó los dientes y sacudió la cabeza. “Very strange”, pensó.


En el domo de acero se redoblaba la seguridad con un pequeño ejército que portaba armas largas y trajes miméticos antibalas.
Oscar y Miguel revisaban la información encriptada de los discos rígidos, clasificándola y enviándola al sur, hacia la Metrópolis. Entonces Miguel se paró señalando al monitor y exclamó:
—¡Oscar! ¡Papá! Encontré algo importante.
—Tradúcelo —Oscar entrecerró los ojos mirando el texto—, no entiendo tan bien el inglés como tú.
—Básicamente es un plan para que sobreviva el imperio Carrington a toda costa —comenzó diciendo Miguel—. Si fallaba el plan de defensa preventiva —al que se denomina PDP y que es tomar por medios militares todos los recursos naturales necesarios para que los EE.UU. mantengan su primacía—, los ejecutivos de las Industrias Carrington debían replegarse con un grupo de patriotas o texanos a puntos estratégicos desde donde resistir y luego expandirse. Este archivo describe con detalle la logística y administración de los recursos que la compañía dispuso para eso. Muestra cómo ocultar lo que denominanEnclaves Libres, militarizados e independientes entre sí, que contarían con un gobernador de poder casi absoluto.
—Preveían la crisis por la falta de petróleo —opinó Sandra.
—No pudo congelar a su imperio, así que dejó las instrucciones para que sobreviviera —agregó Oscar— ¿Dónde están localizados esos Enclaves?
—No los encuentro.
—Entonces —farfulló Oscar peinándose con la mano su corto cabello— hay que vigilar de cerca a nuestro visitante del pasado.


—¿Qué es eso de Tupambaé y Abambaé? —le preguntó Bill a Pablo durante el desayuno, unos días después.
—En el siglo XVI los jesuitas, que eran religiosos católicos, comenzaron a evangelizar a los indios guaraníes en América del Sur. Conocían la cultura inca, que dividía el trabajo y la tierra en dos: una parte privada y una colectiva, de esa manera creyeron que podían equilibrar el genuino deseo de posesión de la tierra y del espacio personal con el trabajo por el bien común. Llamaron al espacio privado Abambaé o “tierra del hombre” y al compartido, Tupambaé o “tierra de Dios”.
—¿Por qué Nueva Chachapoya se divide así? ¿Son jesuitas ustedes?
Pablo soltó una carcajada.
—No, no —dijo por fin calmándose—, nos organizamos así después que los Estados Unidos desarticularan a todos los países de América del Sur para capturar petróleo, agua y cualquier otro recurso natural que les interesase. Así repartimos responsabilidades en un mundo que había quedado sin reglas ni estado. A estos territorios los denominamos Zonas Temporalmente Autónomas; Nueva Chachapoya es una.
—¿Por qué se denomina Nueva Chachapoya? ¡Esto es Texas!
—Para sentirnos mejor aquí, tan lejos: Chachapoya es el lugar donde nacieron algunos de nuestros ancestros allá en el Sur. Texas ya no existe, la división política y las fronteras desaparecieron cuando toda la maquinaria militar se quedó varada y desperdigada en todo el continente sin combustible. Sin agua ni comida, casi todos los habitantes de las grandes ciudades murieron, los sobrevivientes se armaron y se mataron entre sí.
—¿Y toda la tecnología que tienen? —Bill señaló las computadoras— ¿de dónde salió?
—En aquel momento, para hacer funcionar las cosas, nos apoyamos en la información que teníamos al alcance de la mano, y esa era la información de la cultura libre. Descubrimos que sin las trabas comerciales y sin patentes todos podíamos contribuir con algo y de esa forma se aceleró el desarrollo. Había enorme cantidad de chatarra tecnológica y la aprovechamos.
—Imposible. ¿Por qué alguien compartiría lo que sabe sin recompensa? —Bill rió entre dientes—. ¡Sin paga! —abrió los ojos escandalizado—. Yo nunca trabajé gratis, mi tiempo valía much money, ok?
—La recompensa es el prestigio. Mi prestigio hace que me requieran y eso me hace ganar créditos que luego canjeo por lo que me gusta o necesito del Tupambaé.
—¿Y si yo quiero uno de esos vehículos, un todoterreno?
—No insistas, el Consejo decidió que no te lo darán. —Pablo se levantó de la mesa— Debo revisarte e inyectarte nuevos nanobots, luego te llevaré a tu tecnomausoleo. Es eso lo que querías ayer, ¿no? A eso sí accedieron.
Bill se subió a la camilla y miró socarronamente a Pablo.
—¿Sales con Sandra? —preguntó estudiando detenidamente las reacciones del médico-chamán.
—Algunas veces —contestó él, sonriente.


Bill esperó a estar solo en uno de las oficinas más privadas de su domo. Controló los accesos a los archivos del sistema: tal como lo esperaba habían sido leídos, desencriptados y copiados uno por uno. Mirando cada tanto sobre su hombro, accedió a la carpeta con fotos de los edificios de la empresa y de los empleados del mes. Sonrió mientras copiaba en un cuaderno los mapas encerrados en las inocentes imágenes. Caminó hasta la entrada del domo. En las sierras quiso ver un brillo.
Tuvo que esperar hasta el otro día para completar su plan, seguro de que funcionaría porque era evidente que Pablo y Sandra pasaban las noches juntos. Lo único que necesitaba ahora era un vehículo y se lo habían negado, debería hacerse de uno. No muy paciente, esperó la noche.
La luna menguante se alzaba en medio del cielo cuando Pablo llegó a la casa de Sandra. Bajó de su todoterreno y golpeó la puerta, nervioso. Entró y cerró la puerta tras de sí. Bill observaba la escena escondido tras unos arbustos. Podía imaginar miradas y abrazos urgentes. Corrió hacia el vehículo y lo encendió. Manejó hasta el galpón del Tupambaé y buscó el agua y los alimentos que había guardado. Huyó de Nueva Chachapoya a la máxima velocidad que le permitía el modo furtivo.
Llegó a la noche siguiente a los murallones derrumbados de un viejo fuerte.
—Mañana —se dijo a sí mismo— barreré a esos comunistas de la faz de la Tierra.
Miró a las estrellas. Sintió que Dios lo bendecía y se durmió profundamente.
Lo despertó una luz cegadora sobre el rostro.
—¿Qué haces aquí, piojoso?
Bill trató de tapar la luz y sintió la primera patada en las costillas.
—No, no, por favor —rogó mientras lo levantaban con prepotencia tomándolo de la ropa.
Lo revisaron, vaciándole los bolsillos. Eran varios hombres; vestían uniformes desteñidos, incompletos.
—¿Cómo nos encontraste? —le preguntó el que parecía estar al mando—. Estás bastante lejos de las Zonas.
Bill vio que examinaba el cuaderno que le habían quitado, donde llevaba dibujado el mapa.
—Sabía que podían estar donde escondí combustible hace tiempo —contestó, dolorido.
—¿Combustible? Ja, ¡no pareces tan viejo! —rió el soldado, dándole un rodillazo en el vientre.
Bill cayó de bruces y lo dejaron tirado allí mientras inspeccionaban a fondo su vehículo todoterreno. A cada queja o movimiento, recibía un culatazo. Cuando terminaron, le ataron las manos a la parte de atrás del vehículo y se pusieron en marcha.
Después de andar unos cuantos kilómetros, entraron a un poblado de casas bajas. Los soldados se abrían paso entre gente escuálida, pobremente vestida. El de mayor rango conducía el todoterreno capturado llevando a la rastra a su prisionero atado de manos. Bill trastabillaba, apenas podía mantener el paso.
—¡Maldito piojoso! —le gritó una mujer sin dientes, y le arrojó una lata oxidada.
Les abrieron un gran portón y entraron en el patio de lo que había sido una prisión.“Una de las Prisiones de Frontera”, pensó Bill, y se estremeció al ver el deterioro general. Frente al edificio principal, y con mucha pompa, elevaban una bandera de trece barras rojas y blancas y dos estrellas en un rectángulo azul.
La celda era pequeña y húmeda. Desnudo, Bill tiritaba en una esquina. Cuando fueron por él supo que era para interrogarlo. En vano se prendió de los barrotes. Lo llevaron a la rastra hasta una habitación donde había una vieja batea llena de agua sucia, un aparejo colgado de los tirantes y una morsa, entre otras cosas. Lo ataron a lo largo de una tabla de madera algo astillada boca abajo con los brazos pegados al cuerpo. Con parsimonia apoyaron la tabla con Carrington amarrado sobre ella al borde de la batea. Bill vio angustiado el agua muy cerca de su cara y lanzó un gemido.
—¿Cómo nos encontraste? —preguntó el oficial.
—¡Ya le dije! —Bill se sacudía. —Sabía que podían estar cerca del combustible escondido.
—¡Mientes! —con un gesto dio la orden para que lo sumergieran. Toda resistencia fue inútil: la tabla lo mantenía inmovilizado. Cuando creyó que se ahogaría, lo sacaron a la superficie.
—¿Y? ¿Cómo nos encontraste?
Bill no podía hablar, tosía. Se debatió, impotente. El oficial hizo otro gesto y volvieron a meterlo bajo el agua. Quiso mover las piernas pero estaban fuertemente amarradas. Levantó y giró la cabeza tratando de gritar, perdiendo todo el aire.
—¡Dime cómo nos encontraste, hijo de puta! —Bill apenas podía escucharlo gritar. —Aquí hay otros puntos marcados, ¿qué significan?
—O… tros lugares con com… bustible…
—¡Mentira!
Lo sumergieron una vez más. Pero esta vez tomó mucho aire y trató de resistir sin moverse. “Hijos de puta, hijos de mil putas, me las van a pagar”, pensaba. Los segundos eran eternos. “No me van a vencer tan fácil, ¡no a mí!”. Apretó los ojos con fuerza, borrando el momento, el ahogo, a esos imbéciles. Cuando lo sacaron del agua escuchó que alguien decía:
—Sargento Stone, déjeme con el prisionero.
Bill hizo un esfuerzo para mirar hacia el sitio del que procedía la orden y vio a un hombre alto, atildado y enérgico.
Lo desataron de la tabla y lo sentaron en un banquito de madera; notó que en el piso había manchas de sangre, algunas antiguas, otras recientes, y se estremeció.
—Señor Carrington, soy el mayor Shepard —dijo el hombre alto.
—¿Cómo sabe mi nombre, mayor Shepard?
—Leímos la documentación que trajo; pero aquí las preguntas las hacemos nosotros y usted se niega a contestar —lo dijo como si eso le pesara más a él que a Bill.
—Digo la verdad —respondió Bill levantando un poco su cabeza calva. —Sólo la verdad.
El mayor se acomodó la gorra y miró al sargento, luego tomó a Bill Carrington del mentón y le hizo dar una mirada en derredor, deteniéndose en algunas pinzas, la morsa, el aparejo.
—Recién empezamos, Bill. —La sonrisa de Shepard le cortó la respiración. —Yo que usted, en adelante cooperaría mucho más.
Lo devolvieron a su celda algunos minutos después. Bill trató de dormir, se dijo que lo necesitaría. El sol entraba por una abertura triangular en lo alto.
Ahora no lo despertaba la linterna sino el sol que entraba por la pequeña ventana. Instintivamente se acurrucó en el rincón.
—Levántese, señor Carrington —el mayor Shepard, que estaba sentado frente a la celda. Le alcanzó ropa limpia—. Perdone a los muchachos, sólo hacen su trabajo —abrió la puerta de la celda—. Si quiere darse un buen baño y cambiarse, le muestro dónde hacerlo.
Bill lo miró aún acurrucado, preguntándose dónde estaba la trampa.
—Va a tener que disculparnos —Shepard bajó la mirada—, pero teníamos que saber si realmente era usted.
Bill se atrevió a respirar y prestó atención.
—Cuando esos piojosos abrieron el domo —Shepard permanecía con la mirada baja— no nos imaginamos que habían sido capaces de reanimarlo y curarlo. Y luego usted apareció con la ropa que usan ellos y en uno de esos vehículos. Imagínese, estuvimos varias generaciones vigilando que el domo no sufriera daños…
Bill se había puesto de pie y lo miraba fijo, con los puños cerrados.
—¡Imbéciles! ¡Pedazos de mierda! ¿Por qué no me reanimaron ustedes? ¿No estaban para eso?
—Imposible, se nos acaban los recursos y no sabíamos cómo abrir el domo. El gobernador le pidió una cita para cuando usted esté listo, señor. —Shepard hizo la venia.
Bill se afeitó con placer luego de un reparador baño de agua caliente. Caminó a grandes pasos hasta su propia oficina, vestido con un uniforme impecable.
Revisó el enorme escritorio donde, en uno de los cajones, dormía una vieja pistola y una vez más se recostó en su sillón de cuero. Tocaron la puerta.
—¡Pase! —“¿Dónde está mi secretaria?”.
Vio entrar al mayor Shepard acompañado por el gobernador, un hombre corpulento y de ojos vivaces.
—Señor Carrington —el gobernador sudaba nervioso—, esperamos mucho tiempo este momento, soy el gobernador de este Enclave Libre al que denominamos Nueva Texas, me llamo Jim Carrington y usted sería el tío de uno de mis antepasados.
—Veo —Bill sonrió, satisfecho y relajado— que siguieron al pie de la letra las instrucciones.
—Tenemos a Carrington Oil Co. bajo control y también a los dos estados que conforman la Unión —dijo más tranquilo Jim.
—¿Tenemos? —Bill miró fijo a Shepard y a Jim— La compañía es mía, ¿queda claro? ¡Mía!
—Señor Carrington —dijo Shepard con la misma mirada helada de antes—, durante este tiempo las cosas cambiaron un poco, como pudo ver. Ahora los activos de la empresa están en manos de los gobernadores, de nuestro cuerpo militar y, por supuesto, suyas. Fue necesario para tomar decisiones difíciles en el pasado.
Bill lo observó mientras hablaba sentado de costado en el escritorio. No se dibujó ni una sola emoción en la cara del mayor quien quedó mirando a la pared, un poco ausente, cuando terminó de hablar.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Carrington en voz baja—, son detalles que veremos luego.
—¿Se cercioró de que no lo siguieran? —Shepard miraba nuevamente a Bill.
—Salí de noche con el todoterreno en modo furtivo y con las luces apagadas, luego durante el día me detuve en lugares elevados y busqué nubes de polvo o alguna otra señal sin ver nada.
—Jim, debería poner al tanto al señor Carrington de la situación —Shepard hablaba desde la entrada de la oficina—. Voy a poner en posición a las tropas por si lo siguieron.
—Dígame, Jim —Bill se miraba las uñas— ¿cómo es que llegaron estos comunistas tan cerca de Nueva Texas?
—Bueno… —Jim se aclaró la voz— somos el último baluarte de la libertad y de la libre empresa —alzó la voz algo enfervorizado—, ¡vamos a prevalecer y luego nos expandiremos! Pero ahora, eso sí, por ahora, ellos tienen el control desde América del Sur hasta los Grandes Lagos. Nuestros freedom figthers fueron derrotados por su diabólica tecnología. Pero hicimos todo lo que teníamos a nuestro alcance, se lo aseguro —se secó la frente con un pañuelo—, tal es así que cuando capturábamos alguno de esos piojosos o a un traidor lo llevábamos a “reeducar”, usted ya sabe… sin piedad. Pero luego se nos acabaron los recursos para mantener esos campos de reacondicionamiento social, así que les echamos napalm, al campo y a ellos —empezó a agitar los puños—. ¡Sí, señor! ¡Que se quemen en el infierno!
—Pero Jim, ¿qué hicieron con todos las armas que había? Dejé tanques, aviones de combate y de transporte… ¡Y fusiles!
—Consumen enormes cantidades de combustible. Además, se necesitan pilotos para los aviones y conductores entrenados para los tanques, así que se fueron oxidando. Los fusiles se volvieron ineficaces frente a sus trajes blindados, excepto a corta distancia. Descubrieron cómo cegarnos el GPS y nos capturaron toda la red de satélites espía. Sin Fuerza Aérea las bombas inteligentes quedaron sin uso, y sin GPS los misiles estratégicos, inutilizables.
Bill miró de pies cabeza a Jim.
God bless America! —dijeron casi a coro con lentitud.


En el Enclave Libre la luna menguante apenas iluminaba los caminos polvorientos cuando Bill sintió los disparos. Rápidamente se encendieron fogatas en todo el perímetro y los soldados se parapetaron apuntando a la oscuridad. A la luz de las llamas se veían algunos reflejos de los todoterreno en modo furtivo. El impacto de las balas dejaba ver a los vehículos un momento, antes de que quedaran atrapadas en el blindaje. Nada ni nadie pudo evitar que entraran, ni aún los pocos misiles tierra-tierra que les dispararon. Bill corrió sin vestirse hasta su oficina para buscar el arma y se acurrucó tras el escritorio, sin atreverse a salir.
En sus trajes miméticos, fantasmales, un escuadrón de la Zona entró al edificio principal volando la puerta. El mayor Shepard y otros esperaban escondidos tras un muro de defensa. Esperó a escuchar a los intrusos corriendo.
—¡Disparen con todo lo que tengan! —ordenó.
Las balas surcaban el aire y el atronador sonido de los disparos resonaba en las paredes de cemento. Algunos gritos y las manchas de sangre en el suelo lo hicieron envalentonar y él mismo disparó con su vieja M-16. Con espanto vio granadas de gas que caían dentro de su refugio. Intentó no respirar quedándose inmóvil tras la defensa, pero ya era tarde. El poderoso gas penetró por sus ojos y Shepard murió entre convulsiones, ahogado por su propio vómito.
—¡Desactiven traje mimético! —ordenó por radio el jefe del escuadrón que entró por fin a la oficina de Bill Carrington, haciendo volar en astillas la puerta de madera.
Bill esperaba tras el escritorio en paños menores y apuntando con la pistola sin balas. Rápidamente lo rodearon y lo redujeron. El jefe se quitó el casco, luego la máscara de gas.
—Oscar… eres tú —Bill se sentó, crispado—. ¿Cómo… cómo me encontraste?
Sacó un dispositivo que mostraba un mapa con un punto titilante y lo apuntó hacia Bill.
—¿No te has dado cuenta todavía? —Oscar miraba con curiosidad el estupor de Bill—. Lo último que te inyectó Pablo en el brazo no fueron nanobots, sino un emisor de radio de largo alcance. —Le indicó a su hombre—: Vístanlo y llévenlo, ya casi sale el sol.
Al salir esposado del edificio, Bill vio que la alborada revelaba a los heridos, a los muertos, y a los prisioneros rindiendo sus armas. Cabizbajo, observó cómo subían a Jim Carrington a un todoterreno, mientras la bandera con dos estrellas descendía del mástil. Oscar pasó a su lado y le dio una palmada en el hombro.
—Gracias por el mapa —le dijo, mostrándole el cuaderno. Bill lo contempló y escupió el suelo lleno de ira, mientras Oscar se trepaba a la parte de atrás de uno de los vehículos y les gritaba a sus hombres:
—¡Muchachos! ¡A borrar la última estrella!

jueves, 7 de julio de 2011

hWord en la Universidad Complutense de Madrid

Un cuento que hace referencia a las licencias y a la obsesión de nosotros los que escribimos.
El cuento lo publiqué en este blog, para quien quiera verlo en Axxón, le dejo el vínculo:


Tiene una hermosa ilustración de Silvia Angiola.

Para quienes quieran ver la revista actual de ciencia ficción (la número 3) es ésta:

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Cuento "Ella" en la revista Axxón

La revista Axxón tuvo a bien publicarme un cuento.
Lo pueden leer en la revista: http://axxon.com.ar/rev/?p=2602, tiene una hermosa ilustración.

Ella

La llovizna mojaba los troncos de los árboles. El lodazal que formaba la nieve derretida le dificultaba la caminata y las ramas parecían impedirle el paso. Rouch caminó entre las ramas tras las cuales estaba la boca de la cueva, oculta a su vez por grandes peñascos.

Había usado el escondite muchas veces, pero nunca durante el crudo invierno, sino cuando el sol era más cálido y la primavera llenaba de dulces aromas el prado que estaba más allá de la colina.

La humedad y el frío atravesaban el paño de su viejo abrigo y ya casi no sentía los pies a pesar de las botas de cuero y los dos pares de medias de abrigada lana.

Juntó las manos, sopló entre ellas para calentarlas y entró al escondite.

Se quitó el sombrero mojado, dejó el morral en una piedra con forma de mesa y con los dedos se limpió la mezcla de agua y sudor de sus ojos enrojecidos.

Agradeció a los trasgos del bosque haber llegado justo antes de que cayera el sol. Le quedaba buscar algunas ramas secas para hacer el fuego, y pasar la noche a resguardo de los lobos.

Antes se sentó en el suelo rocoso y retomó el aliento. Venciendo la pereza, volvió a salir para buscar ramas lo más secas posibles y algo de yesca que obtuvo de la pulpa descompuesta de los troncos caídos. La luz del sol amortiguada por las espesas nubes disminuía rápidamente, así que se apresuró a regresar al refugio.

Seleccionó un recodo del lugar con algunas salientes, que lucía confortable. Encendió la yesca con el pedernal y sopló con cuidado, hasta obtener una pequeña fogata. Con maestría apiló leña y sonrió al ver que el fuego crecía ávido.

El humo lo hizo toser, pero era un precio pequeño a pagar por la luz, el calor y la seguridad. Apenas obtuvo llamas aceptables, se quitó la ropa y la puso a secar colgándola de las salientes rocosas.

Con cuidado examinó el lugar en busca de alimañas y sólo luego de liquidarlas una por una pudo sentarse a descansar. El agradable calor del fuego hizo que se relajara, debía mantenerse despierto y esperar a la medianoche. A la hora de los lobos tenía que hablar con aquel ser que según la bruja del pueblo vivía en el más añoso de los árboles del bosque.

Abrió el morral y cortó pan y queso que comió con avidez, tomó unos sorbos de agua y se sintió mejor. Relajado, clavó los ojos en las llamas.

—Ven —le susurraba ella en sueños—, es nuestra hora.

Él despertaba y veía una imagen que flotaba envuelta apenas con un velo, largo hasta las caderas, que cubría sus senos. Luego desaparecía de a poco, fundiéndose en las paredes blancas de su habitación.

Cada noche la mujer se le acercaba más; casi podía oler su inconfundible perfume y cuando creía rozarla con la punta de sus dedos, volaba hacia la nada, dejándolo vacío.

Desesperado, decidió ir a consultar al sacerdote. Entró a la enorme iglesia de piedra y como siempre se quedó extasiado por la luz que entraba por los vitrales, allá en lo alto. Dejó que su pecho se llenara del aroma a incienso y que sus oídos se inundaran de la música de órgano que se elevaba a Dios, haciéndolo sentir tan pequeño. Caminó con paso lento y silencioso por entre los bancos hasta que encontró al padre rezando, arrodillado ante un enorme Cristo que los miraba desde lo alto.

—Padre, ella volvió —dijo contrito, sombrero en mano.

—Deberías haber muerto, ¿sabes? Ahora estás en manos del mismísimo Satán.

—Recuerdo muy poco, muy poco —Rouch se tocó la cicatriz en el cuello que escondía tras un pañuelo.

—Nadie sobrevive a un ataque así, tú lo sabes mejor que nadie. Además te trajo al pueblo la bruja, ¿no te dice nada eso?

—¿Qué debo hacer, padre? —preguntó, arrodillado.

—Penitencia —respondió, severo, el prelado—, debes ayunar y mortificar tu cuerpo con el látigo para purificarte. ¡Encomiéndate a Dios! Él te librará de todos los males.

—Acompáñeme, padre —le dijo.

Sin hablar salieron de la iglesia, él miró hacia atrás y un escalofrío le hizo sacudir el cuerpo.

Llegaron a una pequeña cabaña hecha de troncos a la que rodearon hasta llegar a un patio de tierra. Él le indicó al sacerdote una vieja silla abajo del alero para que se sentara, un poco al resguardo del viento frío.

El cura miró mientras él cavaba un pozo rectangular en el suelo helado del patio. Cuando terminó Rouch bajó con su látigo mediante una escalera, que el sacerdote retiró ante su señal.

Durante siete días con sus noches se autoflageló sin piedad, tomando como único alimento agua bendita que le acercaban algunos fieles, y cada noche, como una burla y como una caricia, ella regresaba en la madrugada.

—Ven —sollozaba y cada lágrima era un bálsamo para su carne castigada.

Al octavo día Rouch salió penosamente del pozo, curó sus heridas, comió comida caliente y decidió ir a hablar con la bruja.

Vivía en los linderos del pueblo en una casa rodeada de abetos. El silencio del lugar lo amedrentó, suspiró profundo y golpeó tímidamente la puerta.

—Adelante, Rouch —la voz de la bruja era curiosamente musical.

Abrió la puerta y entró a una habitación cuyo suelo estaba cubierto de velas encendidas a espacios regulares, al fondo, contra una de las paredes, estaba ella de pie como esperándolo.

—Sé a qué vienes —dijo, antes de que él pronunciara palabra—, ella te atormenta ¿no es así?

Él entrecerró los ojos para distinguirla pero apenas vio una silueta oculta en las sombras vacilantes de los candiles.

—Me llama, todas las noches me llama —respondió él, con voz temblorosa.

—¿Ella? —preguntó la bruja y apareció la mujer envuelta en velos entremedio de las llamas.

—Sí —susurró, y una extraña sensación le recorrió la nuca, hasta su estómago—. Ya no resisto más, necesito encontrarla.

—Te lo advierto, si la buscas no hay regreso —lo apuntó con un bastón de retorcida madera.

—¿Por qué me atormenta? —la imagen se alejaba, casi hasta desaparecer y luego volvía hasta una distancia un poco más allá del alcance de su brazo extendido. Él casi podía ver su mirada suplicante.

—Tú la atormentas a ella —dijo la bruja arrastrando cada letra—. Te espera en el centro del bosque el próximo plenilunio.

—¡Explíqueme qué es lo que pasa! —gritó Rouch.

—Es hora de que encares tu destino —dijo la bruja, se dio media vuelta y desapareció misteriosamente.


Ilustración: SBA

Cuando dejó de mirar el fuego para caminar hasta la entrada de la cueva, vio que la luna iluminaba entre las nubes el paisaje, poblándolo de misterio. Rouch salió de la cueva e hizo un gesto con los hombros, como envalentonándose.

Caminó iluminándose con una antorcha, temeroso ante cada sonido. Cada llamada del búho lo hacía temblar y a lo lejos aullaban los lobos.

Apuró sus pasos hasta que encontró el sendero que llevaba al viejo árbol que crecía en el centro del bosque, en un claro que resplandecía con la luna.

Apenas entró al círculo plateado oyó un largo aullido. La luz de la luna se fue materializando en piernas, caderas, el torso y la cabeza de ella que lo miraba, completamente desnuda frente al árbol que bailaba, llameando bajo los rayos lunares.

—¡Rouch! —sonrió ella y lo señaló con sus manos—. ¡Al fin, al fin!

Él sólo atinó a arrodillarse, ella se acercó con displicencia lobuna y le pasó el vientre por sus narices. Rouch sólo atinó a besarla con fruición. Ella rió salvaje, eterna. Hipnotizado sintió como lo empujó para ponerlo boca arriba sobre el suelo helado y le arrancó la ropa con furia para montarse sobre él. Lo absorbió con su sexo cálido que contrastaba con el frío que mordía su espalda. Rouch la miró a los ojos mientras ella gemía enloquecida cabalgándolo, sacudiendo su cabello blanco al mismo ritmo que el viejo árbol del centro del bosque.

La luna brillaba y brillaba sobre la piel de ambos, encendía sus rostros y sus cabellos, ondulaba por la cadera de ella, hacía sombra en sus senos, insinuaba el vello de su pubis. La mujer rió a carcajadas o aullidos cuando él se sacudió en espasmos de placer, le arañó el pecho con ambas manos, y cayó exhausta sobre él.

Rouch cerró los ojos, quiso abrazar a aquella mujer poderosa pero no pudo, había desaparecido. Desesperado, se puso de pie y miró a su alrededor. De pronto veía cada árbol en la noche, podía distinguir entre las sombras a los huidizos conejos de campo, podía percibir su olor a miedo, escuchaba el sonido de sus acolchadas patas.

Los aullidos de los lobos le daban la bienvenida y aspiró jubiloso el aire frío y libre que inundaba cada célula de su brioso cuerpo.

Sintió que a su lado estaba ella: su loba, salvaje y ávida. La luna llena rasgó las nubes cada vez más pálidas y él le aulló poderoso, la noche helada llevó su sonido muy lejos.

La mujer devenida en loba caminó a su alrededor y lo miró fijamente. Él comprendió y la siguió hasta el árbol que resplandecía plateado. Al acercarse se distinguió una abertura en su tronco centenario y ella saltó para desaparecer dentro de él.

Sin dudarlo la siguió, apenas cabía en el estrecho corredor que se abrió en una estancia amplia decorada con cortinados rojos. Sentada en el suelo estaba ella, vestida del mismo color, ojos como rayos azules. Sonrió con muchos dientes y con un ademán le indicó que descansara.

Rouch se sentó sobre sus patas traseras sin poder dejar de mirarla.

—Ya no me recuerdas, me olvidaste —le reprochó ella.

Rouch ladró y le lamió el rostro, rogando perdón.

—Nuestros compañeros —hizo un gesto con la mano y apareció una jauría que se movía nerviosa y tarasconeaba el aire.

El lugar se ensombreció y apareció en una llanura interminable, sin luna y sin estrellas.

Ahora ella corría en su forma de loba hacia las sombras más oscuras y él la perseguía, seguido por los otros licántropos.

Esas sombras le dictaron los secretos a su oído de bestia. Al finalizar le mostraron el bastón de retorcida madera, volvió a su forma humana y lo tomó en sus manos.

Lo examinó con cuidado y recordó cómo desenfundó su inútil espada ante aquella misma manada de lobos que lo rodeaba y cómo dos de ellos clavaron los colmillos en sus piernas para hacerlo caer, dejándolo indefenso.

Recordó el momento en que la enorme loba apoyó las patas en su pecho para morderlo en la garganta y cómo detuvo la dentellada mortal para olerlo.

Recordó el aullido, la lamida áspera y la mordida feroz pero no fatal.

Luego su recuerdo saltó a la choza de la bruja y su delirio, rodeado con velas de llamas vacilantes.

Y su promesa.

—Llévame de regreso y volveré por ti —había dicho él, y los ojos de la bruja brillaron.

Golpeó el suelo con el bastón y dijo las palabras que le habían enseñado.

Aparecieron en el claro del bosque, rodeados de sus compañeros que ladraban y aullaban, él la tomó de la cintura y quitó un mechón de cabello blanco de su rostro.

Los lobos callaron y miraron hacia un resplandor rojizo que se abría paso entre las ramas cubiertas de nieve.

—¡El cura, los aldeanos! —gritó Rouch.

—¡A la bruja! —gritaba la multitud enfurecida.

Sonó un disparo y ella cayó, mirándolo a los ojos.

—Volveré por ti —le dijo, sonriendo antes de morir.

—Apártate —ordenó el cura y lo empujó con violencia—, por poco te hechiza.

Rouch quiso abrazarla pero la turba se la quitó. La tiraron sobre una pira que encendieron con sus antorchas, jubilosos.

Miró su bastón y los ojos rojos de sus hermanos que lo observaban escondidos en la oscuridad.

Rouch comprendió. Emprendió el camino de regreso con los silenciosos lobos como compañía. Debía aceptar su destino: los hombres del pueblo necesitaban de su chamán. Entró a la casa flotando sobre las velas encendidas y ocupó su puesto, allá en las sombras. Ahora debería esperar por ella, ya sentiría una vez más su poderoso llamado y aparecería frente a él para ocupar su puesto, en un ciclo sin fin.