jueves, 3 de abril de 2008

El vagabundo

Este cuento fue publicado en la revista Axxón


Miraba a lo lejos el pico oculto tras la bruma de la mañana. Llegaba el fin de su Musha Shugyo, el viaje en el que había probado su valor, habilidades y desprecio por la muerte, venciendo a incontables guerreros en duelo singular.

Siempre atento, siempre vigilante, en continuo sanshin, avanzaba paso a paso para
llegar al muro de piedra en cuya cumbre casi inaccesible se encontraba el Kami que lo haría invencible.

Viejos dolores le recordaban algunos duelos casi perdidos: aún así debería continuar recto y puro como su katana, símbolo de su clase y su rango.

Sólo el samurai con el suficiente coraje y decisión podría traspasar el bosque custodiado por el Shogun más feroz, y recorrer luego el larguísimo camino plagado de peligros y absolutamente inhóspito para llegar al comienzo del risco oscuro y sin nombre clavado a pique y en medio de la nieve, con escasísimos puntos por donde escalar.

Arriba, en el techo de la montaña, estaba el templo construido siglos atrás por monjes innombrables de quien nadie había vuelto a oír jamás. Eran tres días con sus noches de interminable ascenso por el muro vertical.

Se subió a las ramas de un pino para dormir a la manera ninja: inmóvil e invisible. Aún en ese estado cualquier sonido o movimiento lo percibiría: sólo así había podido sobrevivir a sus incontables enemigos.

A la alborada se bañó en agua helada en una cascada, sentado en sazen, estático,
imperturbable.

Luego del mishogi reemprendió la marcha. Todo le pesaba en ese aire diáfano y sutil de la montaña a medida que ascendía y ascendía.

La luna llena mostraba su rostro anaranjado en el horizonte cuando llegó a la pared
interminable.

En un hueco en la roca y de cara al viento helado pasó la noche plagada de voces guerreras y de fantasmas agonizantes.

Con el sol naciente comenzó su ascenso. Paso a paso: hiriéndose las manos y pies en las piedras afiladas, sin descanso.

Su ropa se rasgaba cuando sus pies o manos no encontraban apoyo o sus músculos agotados dejaban de responder a la voz de su voluntad inquebrantable. Su katana sobre su costado a veces pesaba toneladas; así le recordaba quién era y el camino que había tomado.

Descansaba sobresaltado en cornisas misérrimas, bebía la nieve apelotonada en los huecos, comía los pocos líquenes y musgos que crecían en ese ambiente. Pero nada lo detenía de su deseo por ser un guerrero imbatible. El Kami de la montaña le daría el secreto para serlo; eso le habían dicho los monjes en aquel monasterio perdido donde
sobrevivían sólo algunos pocos de edades asombrosas.

En sus descansos repasaba una y otra vez el rito de acercase al Shomen, los sonidos sagrados a emitir, el momento exacto de sentarse en seiza, de saludar con respeto máximo, de presentar sus armas; cualquier duda o error lo deshonraría y seguramente no obtendría el preciado secreto.

Exhausto, llegó al techo donde estaba el templo. Pasó debajo del torii para entrar en el espacio mágico del Kami que esperaba en el Shomen en aquella cueva que se distinguía en el aire diáfano. La entrada completamente limpia emanaba olor a muerte y peligro. Con cuidados extremos se inclinó ante el lugar sagrado y comenzó la larga e intrincada ceremonia.

Con cuidado, puso en el Shomen, a modo de ofrenda, el poema que había escrito hace
muchos años en sus primeros pasos del Bushido:

Quiero ser ese katana que velo de noche,
en las profundidades de mi alma.
Brillante katana de acero mordaz y fuerte:
Corta las tinieblas para que vea la luz.
Paso a paso lustro su filo,
minuto a minuto se adapta a mi brazo,
me hago uno con él.
Me preparo para ese último acto imponente.
Me preparo para la lucidez azul.
Me preparo para no dudar un momento.
Cortar sin dudar mi duda, en mi acto final,
fatal.



Su cuerpo dolorido y extremadamente cansado apenas se sostenía sentado en actitud
meditativa. El dolor de heridas y raspones en todo su cuerpo, el hambre y la sed, apenas lo dejaban continuar inmóvil; pero una vez terminada la ceremonia sería un guerrero perfecto.

Cae la noche y el Kami permanece mudo, no aparece ante sí para enseñarle sus secretos. Su imagen no se mueve para mostrarle los movimientos exactos.

El vagabundo revisa una y otra vez el rito ejecutado, sin encontrar falla alguna. Su
impecabilidad lo llevó hasta allí; y su obediencia total de samurai le hace emprender el regreso sin una queja.

En ese momento, una vibración mínima en el aire hace que desenvaine, cortando para quedar en guardia: sonido de acero que sale volando de la vaina, brillo fugaz lunar en la hoja afilada con miles de filos, corte a algo oscuro e informe, exhalación del aire contenida.

Una cabeza con ocho ojos y cerdas lo mira con ojos negros y brillantes como la noche que cae: una cabeza separada limpiamente del cuerpo enorme que se desploma sobre sus ocho patas. El katana no está teñido de rojo, sino de alguna clase de fluido pringoso y transparente.

Sacude el katana en chiburi luego de cortar en dos el cuerpo y permanece atento. Silencio.
Enciende una vela en medio de la noche para observar a su enemigo: cerdas negras sobre el cuerpo negro, mandíbulas poderosas ávidas de sus jugos corporales y atrás, en un recodo, incontables cuerpos resecos y mohosos de quienes han buscado el mismo secreto que él ahora se lleva: Lo sabía, si había un guerrero a quien el Kami de los ocho ojos de la montaña inaccesible le debía el secreto de la invencibilidad absoluta, ese guerrero era él.

Ahora sí, enfunda su arma con precisión y calma absoluta: es hora de emprender el regreso.

La santita

Relato que no tuvo la suerte de los otros de este blog. Por alguna razón no lo publican. Sin embargo, porque lo quiero mucho, le doy un espacio aquí porque se lo merece.

Era una de esas típicas reuniones familiares. La diferencia era que había bebido tinto más de la cuenta. Los ojos se me cerraban de a poco y escuchaba a lo lejos las conversaciones.

Estábamos todos en el comedor, el calor apenas comenzaba en esa primavera.
El viento del norte entraba por la puerta de madera abierta.

Esa puerta me hacía rememorar a las casas que hay en el campo y eso agregaba otro motivo para sumergirme en la nostalgia.

El mantel blanco sobre la mesa, la torta de cumpleaños, las voces de los chicos, todo se confundía en mi mente y escuchaba lejanos sonidos, música y conversaciones.

No se porqué me deprimía estar allí, quizás la diferencia entre lo que queríamos cuando jóvenes y lo que vivíamos ahora.

¿Dónde había quedado todo aquello? La risa fácil y la alegría desbordante, la urgencia de la sangre, la sensación de que todo era posible; la conquista de ese mundo que los adultos evidentemente no comprendían.

Ya no importaba, el vino había borrado todo y me hundía en su vaporosa magia. Cuando me hablaban, simplemente sonreía y a cambio recibía una palmada de afecto que era suficiente para mí.

Todos reían y brindaban y yo aprovechaba la ocasión para beber un poco más. No se en realidad si alguien se había dado cuenta de mi deplorable estado, pero como buen beodo eso en ese momento me tenía sin cuidado. Además había descubierto que a mi esposa le importaba poco si bebía o no, parecía a mi pesar que para ella era lo mismo. Otras veces había esperado un escándalo cuando quedé totalmente borracho, pero ella ni siquiera se molestó en señalar el hecho. De modo que ahora, cada vez que tenía la oportunidad o estaba aburrido me dedicaba a beber, a veces para mitigar el hastío otras veces para probar si la teoría acerca de mi esposa era correcta.

De pronto mi alegre anfitriona se me acercó con una sonrisa. Vi con los ojos entrecerrados sus labios pintados de rosa fuerte. Con la alegría de siempre me convidaba con un pedazo de torta.

Aunque la torta no es de mi agrado (de pronto, como producto de la adultez me dejó de gustar) acepté porque noté que para ella era importante. Estaba vestida para la ocasión, una blusa color negro muy bonita que resaltaba sus ojos color miel y el cabello color dorado le quedaba mucho mejor tono del que tenía anteriormente, el cual francamente no me gustaba.

Se sentó a mi lado con cuidado, Con el paso de los años había engordado, eclipsando la belleza que aún poseía. La miré cuidadosamente porque tenía la certeza de que me quería decir algo.

Miraba las zapatillas que evidentemente no estaban en armonía con su blusa y su pollera, pensaba que no tenía otro remedio que usar ese calzado, porque el agotamiento que le hubiera producido el estar parada con zapatos hubiera transformado su labor en un suplicio. En medio de esas reflexiones sentí su mano en mi hombro como para llamarme la atención, así que me erguí en la silla para despabilarme.

-¡Ay! ¡No sabés lo que me pasó! -Me dijo de pronto acercándose, mirándome directamente a los ojos.

-Contame por favor -le dije aburrido, queriendo que termine pronto para seguir tomando.
-El otro día me sentía muy mal, pero muy mal, entonces me recosté porque ya no daba más, cuñado.

Hice un esfuerzo supremo para abrir los ojos. Ella se acomodó en la silla y prosiguió cuando vio que yo estaba atendiéndola.

-Me dolía toda la espalda, no podía ni caminar, cuñado.

Asentí con la cabeza mientras pensaba que con el peso que ella tenía y el esfuerzo de estar parada muchas horas por día seguramente tenía que dolerle.

-¿Y entonces? -Le pregunté.
-Me recosté, lo que nunca, vos sabés que yo siempre ando de aquí para allá, cuñado. Creía que no me iba a poder levantar más.
-Claro, claro -le dije para que terminara con su relato.
-Estaba con los ojos cerrados cuando vi como una luminosidad en la pared, abrí los ojos y había como unas nubes, ¿viste como las imágenes de las iglesias, que las Vírgenes flotan sobre ellas? Nubes amarillitas, formando una corona -dijo mirando hacia arriba, como implorando.

Yo asentía con la cabeza ya con la certeza de que estaba soñado o el dolor le había producido alguna clase de alucinación. Miré la pared de su pieza observando las manchas que se forman con la pintura de color amarillo claro, no tuve problemas en concluir que la forma de esas manchas seguramente habían trastocado su percepción.

-Pero -prosiguió, ¡en medio de esa nube apareció una nenita que yo conozco! ¡Vestida de Primera Comunión, cuñado! Y era la hija de una clienta mía.

En ese momento el relato comenzó a capturar mi atención, me incorporé en la silla, sacudí los poderosos efectos del vino en caja que aplacaba mi aburrimiento y me dispuse a escuchar. Ella percibió de inmediato mi cambio de actitud, de modo que se sentó mejor y se pegó un poco más a mí. Sí, ella quería relatar su historia.

-Bueno, y ¿qué pasó? -Le pregunté genuinamente interesado.

-Se me acercó, cuñado, te digo la verdad, yo había estado pensando en ella, porque ya debería haber tomado la Primera Comunión y no se porqué me vino a la mente. Me puso la mano en la frente y me dijo: "No te preocupes, ya se te va a pasar" y se fue por la corona de nubes, cuñado. ¿Y sabés qué?

-No, cuñada, qué
-¡Se me pasó todo!

Pensaba como decirle que para mí había sido un sueño, que no le diera tanta importancia. De pronto sentí sus dedos en mi antebrazo, el relato no había terminado. Ella había notado que el sopor etílico estaba de nuevo haciendo efecto en mis sentidos, de modo que con esa breve maniobra me despabiló.

-La nenita estaba vestida toda de blanco, como una novia, cuñado. Vino caminando lento por las nubes, el pelito para atrás, con un moño blanco hermoso, tenía las manos juntas. ¡Ah! El vestido era de piqué cuñado, hermoso. Y los zapatitos, como los de una princesa, con un taquito chiquito que la hacían un poquito más alta. Cuando se me acercó sentí un perfume de azahares. Una novia o un ángel... No sé cuñado. Era como que flotara delante mío, como si caminara por la luz que salía de esa corona de nubes, la pobrecita.

¡Como odio esa palabra: "pobrecita"! Me acomodé en la silla como para que no notara tanto ni mi sopor ni mi enojo. Claro que me costó, pero con un esfuerzo superé, creo que con sutileza, el mal momento.

-La semanda pasado, cuñado, me la encontré a mi clienta, hacía mucho tiempo que no la veía y le conté lo que me había pasado. Y la pobre señora se puso muy triste, cuñado ...

Estábamos en la vereda charlando, le contaba lo que me había pasado, y me di cuenta de que se ponía mal porque los ojos se le volvieron brillosos, además empezó a refregarse las manos. ¡Vos sabés que casi se pone a llorar, cuñado!

-¿Porqué se puso triste? -Debería haberse puesto contenta-, pensé para mis adentros.

-Es que la nenita se murió el día antes de la Primera Comunión ¡para colmo!

-¿Cómo? -pregunté apoyando los brazos sobre la mesa.

-Sí, cuñado ¿y sabés lo que me dijo la señora? Que se le aparece a todos los que se acuerdan de ella y a veces como a mí los alivia si tienen algo que les duele, ¿qué te parece, cuñado? Vos sabés que me llevó a su casa, y cuando entro, ¡casi me desmayo, cuñado! Había una foto de la nenita igual igual como la ví yo.

-La señora me dijo que esa foto se la había sacado antes de la Primera Comunión porque cuando estaba planchando el vestido, tuvo un mal presentimiento. Sintió un dolor en el pecho, como una angustia, así que llamó al fotógrafo. Me dijo que su consuelo era que su hija se había podido poner el vestidito.

-¿Y a que no sabés qué cuñado? Era el mismo vestidito que tenía cuando la ví, con el moño blanco, los zapatitos, las manos juntas.

-Entonces cuando vos la vista, estaba muerta, ¿no? -Le pregunté para que siguiera hablando.

-Si cuñado, aparte esa nenita es una santa, todos van a su tumba a podirle cosas. Ya hay colas de gente, ¿y sabés una cosa? ¡Ya hay plaquetas de agradecimiento pegadas en la tumba! Pero yo no sabía nada cuñado, ¡te lo juro! ¿A vos que te parece?

Me quedé mascullado acerca de las leyendas populares. Quizás era el testigo del comienzo de una donde estaban todos los ingredientes: la fe, la tragedia, el milagro, la inocencia, la pureza. Me quedé mirando a mi cuñada y su expectativa con la que esperaba lo que iba a decir.

-Cuñada, que suerte que la invocaste para que te ayudara -le dije sonriendo.

Cuando vi su sonrisa y cómo se levantaba con rapidez para seguir atendiendo a sus invitados me dí cuenta que había acertado en mi comentario.

Me quedé mirando la pared de marras. La veía desde donde estaba sentado. La cabeza me pesaba. No sé que fue, si la influencia del alcohol o de la historia pero de pronto vi en medio de las manchas de la pared una luminosidad sutil. Me preguntaba si en medio de esa luminosidad saldría la santita, claro que yo tenía mucho más escepticismo que mi cuñada, sin embargo me quedé atento al fenómeno. La luz me hizo entecerrar los párpados era como la luz de los soles de noche: esos faroles a kerosene que se encienden en el campo y que parecen cortar la oscuridad de una forma brutal como con un cuchillo. No vi nada, lo confieso, sólo sentí un roce suave de una mano enguantada de blanco. Cuando abrí un poco más los ojos, la luz era cegadora. Como si todo mi cuerpo temblara.

-¡Marido! ¡Marido! -Me sacudía mi esposa, estaba lista para irse y creía que estaba dormido.

Me levanté pesadamente, trastabillando un poco. Saludé a todos con la mayor cortesía que me permitía mi estado. Allá atrás quise ver a la santita moviendo su mano enguantada en señal de adiós.